La parábola del Evangelio nos habla de cómo debe ser ese compromiso en la vida diaria. Una vez más Jesús reorienta radicalmente la relación del creyente con Dios. Esa relación no pasa por los sacrificios en los altares ni por las largas oraciones y arrebatos místicos. Tampoco pasa por las grandes celebraciones litúrgicas. Todo eso está bien. Pero no es lo fundamental. Lo substancial, lo importante, lo verdaderamente valioso, se juega en la relación con el hermano y de una manera especial con el hermano necesitado. Ahí es donde se construye el Reino. Llenos del amor radical de Dios
Jesús contó esta parábola para insistir una vez más en que creer en él significa hacerse portador del amor de Dios para todos aquellos con los que nos encontramos, especialmente para los más excluidos, marginados, pobres... Dar de comer a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, hospedar al forastero, vestir al desnudo, acompañar al enfermo y visitar al que está preso no son sólo obras de misericordia. Jesús va más allá. No se trata de que hay que hacer esas cosas como medio para salvarse. Los pobres y necesitados no son medios o instrumentos para comprar nuestra salvación. Son la presencia real de Jesús, de Dios, cerca de nosotros. Me atrevería a decir que son una presencia tan real como la de la Eucaristía. Jesús se identifica con ellos. Y en esa relación se construye el Reino, se establecen los vínculos y los lazos de fraternidad que agrupan a la humanidad en torno a la mesa común del Padre.
(Tomado de Ciudadredonda.org)
Inmaculada
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